¿Hubo un momento en que comencé a ser mestiza? ¿El resultado de mi mezcla fue un cambio cualitativo o cuantitativo? ¿Y si ambos cambios fueron mutuamente dependientes, cuándo, cómo, porqué eso no significaba algo mejor, algo más?
Para comenzar iré al cómo.
Digamos que en América Latina es fácil, más bien ineludible, ser mestiza: desde el momento en que nací en Argentina comencé a serlo.
Ser mestiza significa aceptar que en mí misma y entre yo y los otros hay océanos de diferencia, mares de distancia cruzados en algún momento o en alguna generación, caminos que se bifurcan y se reencuentran cómo en esas líneas dibujadas y poderosas que forman las fronteras.
He tratado durante años de dirimir mis gustos, mi identidad, entender quien soy. Pero allí donde en mi pensamiento se separaba una línea, esta se conjugaba con otra, volvía a enredarse, a confundirse, a hacerse difícil saber cómo seguir, descartar alguna posible dirección, mis pasos eran torpes, mi mente era obligada a una necesaria y permanente reconstrucción.
Y no obstante descubro que ¡es allí,, en esa cartografía del deseo tan accidentada, donde estoy más viva! ¡Soy mestiza, aunque sin cruzas de sangre, soy mestiza!
Me gusta un poco de aquí y algo de allá, añoro un origen remoto y otro cercano y espero el futuro más prometedor y escurridizo a la vez.
En este blog espero revertir la idea de que ser mestizo es peor que ser mellizo, peor que ser petiso, o que ser una especie de monstruo desmembrado.
Quiero aquí expresar la permanente reconstitución, neofiguración y desadhesión críticas, gozosas, dolientes y a veces muy trabajosas que implica el mestizaje.
Bienvenidos entonces a mi libreta de anotaciones mestizas, y espero que el tránsito por ellas sea tan estimulante y recreativo para ustedes como lo es para mí.
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